miércoles, 21 de junio de 2017


Por sus armas los reconoceréis

Por: María González*
Hay algo en Colombia casi peor que ser de las FARC, y que no es ser de las ex FARC. Adivinen… ¡Sí! Ese ominoso lugar corresponde a ser político. El opinómetro y el latinobarómetro reflejan la extendida desconfianza, la incredulidad en los políticos, y de paso en la democracia.
Ciertamente, en nuestro país ser político es ser el acreedor de una muy merecida y baja reputación. Ahora bien, dentro de esta poco honrada profesión hay contadas excepciones, que le restituyen su virtud, pero hay también lugares en exceso vergonzantes. Vaya por la sombra, por el centro y a la derecha y tenga cuidado… se los puede chocar de frente.
Los poderosos, los de arriba, los doctores, los oligarcas, son expresiones todas para referirse a nuestros políticos de hoy y los de antaño, familiares por demás, y que connotan la percepción extendida de la existencia, no figurada, de una clase política: una clase real, que se hereda y también hurta. Además, piensan muchos, ese lugar requiere aparentemente de unos saberes particulares, que hacen ininteligibles muchas de las cosas que allí se promueven, se discuten, se dictaminan. Y de hecho la distancia entre un debate “político” y una leguleyada es cada día más corta. En varios sentidos el campo político se configura así, como algo distante y ajeno.
Al contrario de lo que la gente espera, a saber, que la política esté gobernada por el altruismo, por el servicio a los demás, en los hechos ésta se proyecta simplemente como un medio de enriquecimiento. Como lo registra el latinobarómetro, en su mayoría los colombianos creen que los políticos trabajan para su propio beneficio, o ponen lo público a su servicio personal e intransferible. En estas incautas tierras, la corrupción constituye el principal descriptor de la política. El problema es que esta suma continua de males ha generado en el hastiado público una interiorización de esas lógicas como naturales, como propias e inevitables de la política. El hastío se tradujo en apatía, de la cual la abstención es su huella más visible, aunque hay también quienes se han acomodado y quienes pescan en río revuelto. El voto es una moneda de cambio al mejor postor, y hay quienes saben venderse y quienes saben comprarlos bien.
El lugar de lo político está tan desprestigiado que hasta los propios políticos lo saben, y le rehúyen: ya no se quieren reconocer ahí. No es un mea culpa, simplemente sucede que ya casi llegan las elecciones. El asunto llega a tal extremo que ahora emplean como estrategia de marketing autodenominarse “políticamente incorrectos”, y realmente saben de esas lides… y lo que es peor, les puede funcionar.
Los antivalores dan votos porque los viejos principios fueron traicionados o enlodados durante décadas en la escena política. Por eso confundimos ahora el anhelo de hablar de frente, con agredir de frente, con calumniar de frente, mentir de frente. Se confunde la valentía con el cinismo; el debate con la ofensa personal. Confundimos los partidos con carteles, los liderazgos con los autoritarismos. Un asesino a sueldo se presenta como adalid de la moral, y un tramposo y otro embaucador como adalides de las sanas costumbres. Estamos tan confundidos que nos emberracan los gestos de paz y nos extasían las invitaciones al odio o a la venganza. De hecho, confundimos la justicia con el talión o con la ley del más fuerte. En fin. Hay políticos de armas tomar, literal y figuradamente, amigo periodista. Se dejaron las armas de la guerra, pero las armas sucias de la política, de esas no hubo dejación. ¡Ilusos!
* Investigadora social

jueves, 8 de junio de 2017



¡Paren ya!

Por María González*

¿Se impone el derecho a la movilidad sobre el derecho a la protesta? Es un interrogante digno de ser la pregunta del día en muchos informativos radiales o de televisión. Si aún no ha sido hecha es porque luce políticamente incorrecta, o por la obviedad de la respuesta. En efecto, tienen derecho a protestar, pero no a colapsar la ciudad… me parece oír a multitudes que pitan y pitan. ¿Por qué no protestan por twitter? dice un sujeto proactivo and new age... No es culpa de ellos. O bueno, solo lo es parcialmente.
Aunque cueste creerlo, sobre todo después de ver el cubrimiento noticioso, el objetivo de la protesta pública no es hacer trancón; ni en el caso de los maestros enriquecerse a costa de nuestros impuestos; ni perjudicar a los niños y de paso a los más pobres o “desfavorecidos”. Esa es una mirada mezquina e inmediatista a todas luces, que no reconoce como trasfondo una larga historia de apatía o de incumplimientos gubernamentales, de subvaloración, de corrupción… Y no estoy pensando solo en los docentes sino también, en los bonaverenses y en los chocoanos. Ahora bien, la protesta social tiene unos costos políticos y sociales, y de eso se trata: de presionar… y es un derecho hacerlo. Es más. Es un derecho que la gente se ve obligada a ejercer cuando se agotan otras vías “más educadas”.  
El problema en Colombia es que no estamos acostumbrados a la protesta y a la lucha reivindicativa, las cuales son mal vistas, e interpretadas como signo de perturbación social, de desorden amenazante, de pérdida… sobre todo económica. Ciertamente nuestros noticieros de confianza se encargan de sobredimensionar las millonarias pérdidas que ocasionan los paros, y comparativamente es muy poco lo que dedican a las millonarias deudas de la nación con la gente de esos territorios, o del sector de turno. No es solo cuestión de discurso… aunque reconozco que estoy muy romántica. Póngale atención maestro: somos uno de los países con más baja inversión por estudiante en educación; la docencia es una profesión de quinta (Sí. Ya es una profesión…) y la educación pública se afirma de manera rampante que “no es rentable”, mientras que se financia la educación privada…Ahhh….  Además mi negro, en Buenaventura el 63,5% de la población urbana es pobre, y de la población rural lo es el 91% (CNMH, 2015). En Chocó… el panorama es aún más oscuro. ¿Hay o no motivos para protestar? ¿Hay o no motivos para exigir? ¿Hay o no motivos para presionar?
El hecho de que durante décadas las guerrillas se adjudicaran la defensa de los derechos ciudadanos, especialmente de los pobres, o que estratégicamente desde los sucesivos gobiernos (incluso pareciendo política de Estado) la protesta fuera representada como infiltrada por la insurgencia, significó su tratamiento como “problema de orden público” y dio casi al traste con la organización y la protesta ciudadana. Es un legado perverso de la guerra. La puso bajo sospecha. Ser sindicalista es un estigma. Es terrible. Ser de izquierda es peyorativo. Ser de la oposición es ser saboteador. En este país de razonamientos silogísticos infalibles funciona así, por ejemplo: La protesta social es subversiva. Los maestros protestan por todo. Luego los maestros son subversivos peligrosos. A lo que se añade: Bienvenido el ESMAD. El miedo a la protesta pública tiene incluso una expresión gráfica: “eso no vaya mijita a marchar que es peligroso”, y su subvaloración tiene también otra expresión gráfica: mijitos, “el tal paro no existe”.
La protesta pública no le hace daño al país. El problema, si se quiere, es que no estemos todos en paro... el problema es que nos parezca tan normal la inequidad; tan normal la corrupción política; tan de avanzada la privatización de los servicios públicos como la educación; tan de malas ellos, y tan afortunados nosotros… ¡Como no son sus hijos! ripostan de un lado; ¡como no son sus padres!, replican los otros.
“Poder en movimiento” es no sólo el título de un gran libro, sino una elocuente representación de la valía de la protesta en las calles. La protesta social es una de las expresiones más bonitas del ejercicio ciudadano y democrático (hasta cuando la interrumpe o agrede el ESMAD).
La protesta es una forma de participación y de veeduría ciudadana. ¡Pare! Pare y lo piensa... Alerta que camina…

*Investigadora social