lunes, 22 de mayo de 2017


Bojayá: ¿La primicia o la primacía del duelo?


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Mayo 22 de 2017

Bojayá: ¿La primicia o la primacía del duelo?

Por María González*

En el lugar de la noticia y en los momentos de mayor desolación o apremio una de las más usuales preguntas que formulan los periodistas a las víctimas es acerca de sus sentimientos: ¿Cómo se siente? ¿Qué quiere decirles a todos los colombianos? (Ver anterior columna: Manual de la indignación) … ¿Es eso acaso lo que se entiende por visibilizar o dar voz a las víctimas? ¿Cuál es el sentido de indagar o escudriñar en su dolor? ¿Es esa la verdad o la información que se requiere cuando se habla de esclarecimiento? ¿Es esa información de interés público?
Mostrarle al mundo, dimensionar lo ocurrido, concitar a la indignación o al repudio suelen ser los argumentos invocados para mostrar o sencillamente exhibir el dolor de los demás en los informativos periodísticos. Pero, así como la constatación del dolor nunca ha impedido la guerra, como magistralmente lo expone Susan Sontag, la divulgación del dolor no es en sí misma un antídoto contra el olvido ni contra la impunidad; ni nos hace mejores compatriotas o ciudadanos; ni da por resultado una conciencia más integral de lo que pasa… Menos aun cuando el conocimiento propuesto sobre la guerra en la narrativa mediática suele enfatizar o restringirse a la presentación del horror y la ruina.
La difusión y/o el conocimiento del dolor no equivalen a una mayor comprensión de lo sucedido. En efecto, es preciso destacar que la documentación del sufrimiento es diferente en si misma de la documentación de la guerra o la violencia. El sufrimiento da cuenta de los impactos destructores de la guerra, pero no explica per se las lógicas, ni las responsabilidades, ni las funcionalidades de la guerra…
En aras de la verdad, las víctimas no son la única ni la más privilegiada fuente de información y entonces, su silencio no es un impedimento para la construcción de la verdad. La memoria y su ejercicio tienen sus propios tiempos, espacios y audiencias. En particular la memoria de las víctimas. Es importante escuchar a quien quiere hablar, pero también, respetar al que quiera aplazar su voz (no ahora, no aquí o no todavía), o a quien quiere guardar silencio. Cada cual es dueño de su testimonio. Primo Levi como víctima, fue quién decidió cuándo hablar, cómo hacerlo, qué decir y qué callar. Pero sin su enorme testimonio también nos hubiéramos enterado de los hornos crematorios, de las cámaras de gas; de las alianzas políticas, de los discursos que construyeron y legitimaron el Holocausto. La verdad que requieren las víctimas no es acerca de su dolor, esa ya la conocen. La verdad que requiere la sociedad en su conjunto es la que apunta al esclarecimiento del conflicto armado y a la restitución de la dignidad de quienes lo han padecido.
En el caso particular de Bojayá, la negativa al seguimiento y/o la exhibición de su dolor por parte de quienes no son ni su familia ni su comunidad, no constituye una acción de censura. Tampoco lo fue cuando limitaron el acceso de la prensa a la petición de perdón realizada por las FARC a su comunidad para prevenir la instrumentalización de su experiencia traumática por parte de unos y otros. Las víctimas simplemente aspiran a decidir sobre su dolor, sobre su voz. Tal vez los resultados de la exhumación aporten a una reconstrucción de lo sucedido, y sean una información de interés público. No así el duelo. El duelo le compete con exclusividad a los dolientes más aún cuando ellos mismos lo han solicitado. El
protocolo alrededor de las exhumaciones no es un capricho nacional, ni un abuso de la memoria.
El silencio de las víctimas, o la posibilidad de contarse a sí mismas, no es una declaración de enemistad ni una amenaza hacia la libertad de prensa o la verdad. Esas prácticas solo les competen a los asesinos o a los tiranos. No nos confundamos.
La prensa, la buena prensa, corre peligro en Colombia cuando confronta o pone en evidencia a quienes se disfrazan de prohombres. No por las víctimas. La prensa, la buena prensa, corre peligro en Colombia cuando se asume a sí misma como salvadora o como justiciera. No por las víctimas. La prensa, la buena prensa, corre peligro en Colombia cuando denuncia a los actores armados y sus complicidades sociales, institucionales y políticas. No por las víctimas. La prensa, la buena prensa, corre peligro cuando reemplaza su función investigativa y crítica por el rating, o por “la favorabilidad de la opinión pública”, o por los juicios morales. No por las víctimas. La verdad corre peligro cuando no hay una buena prensa.
La decisión de silencio o de intimidad de las víctimas ha sido puesto bajo sospecha. Les hemos quitado la titularidad de su padecimiento. Qué tristeza.
*Investigadora social
marianonimagonzalez.blogspot.com.co
@MarianonimaG

sábado, 13 de mayo de 2017



http://www.elespectador.com/opinion/perra-vida-columna-693698


Perra vida

Por: María González*

La noticia registrada en prensa y televisión es acerca de la muerte violenta de un hombre en Bogotá. Al final del día es la noticia más leída y cuenta con miles de corazoncitos, caritas felices o deditos ‘pa´rriba’, y ni una sola cara de tristeza o enojo. ¿Qué muerte violenta causa este júbilo?
La nota describe, por demás, las circunstancias crueles en las que murió la víctima; a saber: al intentar asaltar un predio (robar unos cables), un ladrón murió luego de ser atacado por tres perros guardianes. Fueron muy seguramente las circunstancias atípicas que rodearon el hecho las que atrajeron la atención mediática, no su consideración como suceso de interés público. Realmente creo que fue publicada por el cálculo del morbo, rating o tráfico que podía generarse alrededor, dado su inusual carácter. Y no se equivocaron.
El hecho fue comentado multitudinariamente en las redes como una “buena noticia”, una “hermosa historia”, una “encantadora” y “aleccionadora” experiencia con un “final feliz”. Asimismo, fueron muchísimos los comentarios, la mayoría, de preocupación e indignación: “¡Qué embarrada... por los perritos!, pueden contraer una infección en el hocico”; “Por favor, que no los vayan a sacrificar, ellos son más valiosos que esa rata”.
Guau.  En las redes, el indigente no mereció ni un mínimo de conmiseración. Simplemente era un hampón, una escoria, un desechable... Es menos que un animal… Perra vida.
Es mucho el odio que se trasluce en dichas reacciones o, tal vez mejor, es mucho el miedo que se esconde tras ese odio. La sensación o percepción de vulnerabilidad encuentra un enorme refuerzo en la impunidad policial y judicial. A ello se suma el sobredimensionamiento de la inseguridad por parte de unos medios que infunden y se alimentan del miedo y la violencia. Este ambiente hostil, que se palpa cotidianamente, ha dado lugar a la pérdida de cualquier empatía con quien se juzga como una amenaza, o como un indeseable. Estamos expuestos, desde hace tanto, a violencias de todo tipo, que somos cada vez más intolerantes frente al otro, y más tolerantes con la violencia misma. En efecto, hay violencias que ya no duelen, o que se perciben como justas porque, ante todo, el miedo de ser víctima puede más… (Si o no, mi perro…)
No en vano a la persecución o asesinato sistemático de delincuentes, indigentes y prostitutas se le denomina sin más como “limpieza social”; y en los noticieros se califica al linchamiento o a la venganza como “justicia por mano propia”. En este escenario impera como modelo ideal de justicia el ojo por ojo, diente por diente. ¡Pass aauff! ¡Attack, firulais!

Producto de la desconfianza y de la angustia cotidiansa, los círculos sociales se han estrechado cada vez más, y los derechos de esos otros, y poco a poco de quienes sencillamente nos resultan diferentes, han pasado a ser vistos como excesos, o a ser señalados como una injusticia.  Finalmente, el otro se labró su destino. Allá él en su miseria, o “su desviación”, y nosotros en nuestro prejuicio. El Otro, en principio, es un intruso o una amenaza, y en esta lógica se requieren medidas cada vez más radicales para salvaguardarnos. No debe tener nuestros mismos derechos. ¡Chite, chite!
Este irreflexivo terreno no da para más sino para hacer campañas de indignación o linchamiento, a las que semanalmente se les cambia el nombre por el de una nueva víctima o por el del perpetrador de turno; y para reclamar la pena de muerte o la cadena perpetua a cada nuevo caso de violencia, pero ¡ojo!, solo para los casos que se salen de los límites de lo razonable o previsible, es decir, aquellos que no se corresponden con el típico asesino, la típica víctima, el típico homicidio, a los que estamos acostumbrados. Los colombianos de bien somos más, nos repetimos mientras vemos todos los días nuevas víctimas, todas producto de casos aislados.
Ahora bien, no solo los medios viven del miedo al Otro. El miedo es enarbolado en la cruzada purificadora de nuestra Constitución por los falsos mesías y pastores, que quieren reducir la democracia a la ley de las mayorías, que es, en otras palabras, la ley del más fuerte. Asistimos a la deshumanización del diferente, del Otro. (“Saquémoslo a patadas”, “Hagámoslo trizas” En el nombre de Dios, ¡Pass aauff! ¡Attack, firulais!)
El miedo nos gana. Finalmente, la capacidad para sentir afecto, o comprensión, o solidaridad (que para algunos define la humanidad) es cosa de perros… eso dicen los dueños de mascotas.
Protejamos a los animales, sin duda. Pero no está de más proteger a los humanos, ¿no? Muchos desean esa vida de perros… ¡Perra vida!

 *Investigadora social

(Foto tomada de Facebook, Sociedad de Filosofía aplicada)